martes, 5 de mayo de 2015

La noche que el silencio nos abandonó


Se hizo el silencio. El de verdad, por llamarlo de alguna manera. Y nos dimos cuenta, todos juntos, como en un gran estallido ciego, de que toda la vida habíamos estado escuchando un aullido que no habíamos notado y que, por lo tanto, no podíamos describir. Sólo sabíamos que ahora no estaba. Que faltaba y que nos hacía sentir incómodos, que hería, incluso. Todo eso lo sabíamos sin haber cruzado una sola palabra. Las muecas de dolor lo decían todo por nosotros y ni siquiera podíamos darnos la mano en busca de consuelo.

Nuestra intención, como la de muchas noches de verano, era colarnos en la piscina municipal y darnos un chapuzón en ese manto caliente donde reírnos juntos, robar algún beso, quizás, y fumar algo para acompañar las estrellas. Yo siempre era la primera en salir de casa con la bicicleta porque mi casa estaba al final del pueblo. Mi madre sabía perfectamente a dónde iba esas noches pero nunca lo dijo. Supongo que quería regalarme ese sentimiento de libertad que sólo se consigue con las transgresiones (por ridículas que sean). Ahora vero que no todos los padres son así de generosos. Algunos niegan la aventura a sus hijos porque sí. Porque ellos no la tuvieron. Porque sólo se sienten buenos progenitores si controlan cada célula de su hijo, incluso las muertas, las que se esconden bajo la cama, bajo las alfombras y las cortinas.

Recogí a Marta. En cuanto doblamos la esquina metió las muñequeras y las tobilleras reflectantes en la bolsa. Decía que le hacían sentir presa. Una presa ridícula. Que se las metiera su madre en el coño si quería, que ella no pensaba ir por ahí como una vaca marcada. A mí me gustaban pero nunca dije nada. Nunca confesé. Con mis trece años las palabras que usaba Marta me quedaban grandes y sentía como chafaban mi vocabulario blanco, mi personalidad blanca. Horas más tarde descubriría que lo de Marta sólo eran ladridos de un cachorro que no había mordido en su vida.

Juntas pasamos casa por casa a buscar al resto. Algunos más equipados que otros, nos dirigimos hacia el agua mansa. Era como visitar unas termas antiguas a las que sólo teníamos acceso nosotros: los reyes del pueblo, los dioses del mundo. Los chicos se iban a la otra punta de la piscina para que nos desnudáramos y nos comparásemos cruelmente en silencio, sin mirones. Después nos reuníamos en el agua, teñida de una oscuridad preciosa. Una ley no escrita no permitía los juegos del día; de noche disfrutábamos de las ondas que creaban nuestras piernas, del calor del baño nocturno.

Al salir, nos moríamos de frío pero incluso esa sensación era placentera: el castañeteo de los dientes, las microconvulsiones entre carcajadas… Una vez recuperados los grados, cubiertos con las toallas, nos tumbábamos muy juntos sobre el césped. Si el primo mayor de Carlos había sido generoso, podíamos fumar un poco y creernos aún más salvajes. Ésa noche estábamos de suerte. Un porro para siete niños y la vida parecía nuestra… Nuestros cuerpos, todavía pequeños, y la sugestión eran una combinación poderosa que ayudaba a crear experiencias.

El porro venía liado porque nosotros no teníamos ni idea. Creo que tampoco sabíamos tragar el humo. No me acuerdo. No importaba demasiado. Carlos lo guardaba en una bolsa de congelados y lo sacaba de casa como si fuera el mayor traficante de Colombia (y nos hacía sentir cómplices). Ese día la bolsa de congelados estaba agujereada, se había llenado de agua y nos habíamos quedado sin. Alguno de los chicos gritó a Carlos pero la cosa se calmó muy rápido y nos quedamos allí, contemplando el cielo y comentando alguna chorrada de vez en cuando.

Mirando a una estrella fijamente me di cuenta de que se movía, de que era un avión. Me sentí aliviada porque había estado a punto de decir en voz alta “eh, una estrella que se mueve” pero me había callado en el último momento. Pensaba que me gustaría ver a la gente que iba dentro de ese avión, verles las caras y saber a dónde iban. La imaginación me drogaba. Entonces Marta, de la nada, preguntó en voz alta, “¿A dónde creéis que va ese avión?” Nos pasaba a menudo pero creo que sólo yo le daba importancia. Teníamos una especie de conexión rara. Yo pensaba una cosa y luego ella la decía, vestíamos del mismo color tres días seguidos, nos obsesionábamos con las mismas canciones sin saber que a la otra también le gustaban y, como no, nuestros períodos estaban sincronizados…

Justo cuando acabó de formular la pregunta ocurrió. Apareció el silencio, el de verdad, como un choque violento. De repente lo oíamos todo muy de cerca, como dentro de la cabeza: la fricción de las patas de los grillos, el roce de nuestros pies con el césped, el movimiento de las nubes, la contracción de nuestros pulmones, el ritmo de nuestras pulsaciones… Era demasiado. Daniel dijo en un grito corto “¿Pero qué…?” No pudo acabar la frase. Nos dolía demasiado e imagino que a él también. Intentamos movernos poco a poco pero también dolía. El silencio sonaba demasiado. Necesitábamos de vuelta ese velo que cubría toda onda antes de chocar con nuestros tímpanos.

Marta me miró. Parecía desesperada, en el límite de un abismo que sólo ella sentía. Yo le decía que no con los ojos. No sé qué negaba exactamente pero yo le decía que no todo lo fuerte que podía con el marrón de mis iris. Intenté usar esa conexión que creía nuestra pero no funcionó. Parpadeó. Luego cerró los ojos. Se levantó de golpe, creando en nuestros oídos un desgarro parecido al de unas uñas deslizándose sobre un espejo, y se lanzó al agua. Instantes más tarde, nos pusimos en pie, mareados, intentando sobrellevar el exceso de estímulos, y nos acercamos al borde de la piscina, muy despacio, como si nos separase una pantalla gigante. Nosotros éramos cine y ella realidad, o viceversa; el caso es que no compartíamos universo.

No salía. Se había quedado en el fondo como un bloque de hormigón. Segundos sobre segundos lánguidos. Marta no salía. Ahora cuando lo pienso, no sé por qué no saltamos a socorrerla. Todos sabíamos nadar. Podríamos haber hecho algo. ¿Podríamos? Nos quedamos allí hasta que vimos que algo fino y sinuoso subía desde Marta a la superficie: un hilo espeso de sangre. Después la noche cayó sobre nuestros cuerpos desde el cielo, sin estrellas. Cuando abrí los ojos estaba rodeada de cables y tubos. Estaba sola en el box de un hospital. En mi cabeza sólo retumbaba el pitido del aparato que marca las constantes vitales: todo un alivio tras haber escuchado el movimiento de las nubes.



 

jueves, 30 de abril de 2015

Triángulo amoroso: María, Pablo y Tinder.

-¿Eres María?
Tú, Pablo, entonces. 
-Sí.
Creía que eras tú de lejos pero no sabía... ¿Estabas tomando algo?
-No, aún no he pedido nada. Esperaba por si...
¿Pensabas que no iba a venir?
-No. No sé. ¿Por qué?
No sé...
-Ya...
...
-Bueno, cuéntame. No sé.
¿Qué quieres que te cuente?
-Pues... lo que quieras...
Mmm... no sé... Esto es un poco raro...
-Un poco sí pero luego se pasa.
¿Sí?
-Bueno, que no es que esté quedando por Tinder cada dos por tres pero bueno, que me imagino que es romper el hielo y esas cosas, ¿no?
Te estaba vacilando. Tranquilo.
-Ya...
Bueno,  pues... hoy no he tenido trabajo. A mi jefa se le ha muerto el gato y nos ha dado fiesta.
-Qué bien, ¿no? Bueno, lo del día libre y eso.
No conocía al gato así que, sí, día libre y eso. ¿y tú que has hecho hoy?
-Pues a mi jefe no se le ha muerto el gato. 
...
-He ido a trabajar. He aguantado a niñatos de 13 años con las hormonas revolucionadas... El futuro del país, ¿sabes? Y aquí estoy. Hablando contigo después de... ¿cuatro semanas?
Tres. Tres semanas. ¿Tan largo se te ha hecho?
-No, mujer, no.
Ahora creo que deberíamos hablar de cine, música o algo así... Es lo que hace la gente para 'romper el hielo'...
-Creo que sí. Pues el otro día fui al cine a ver una película independiente indie superhipster...
O... podríamos ir a mi casa directamente y dejarnos de chorradas... Total, ahora que ya he visto que no tienes pinta de psicópata...
-¿Me estás vacilando? ¿Otra vez?
Nop.
-Mmm... vale. 




viernes, 3 de abril de 2015

David Álvarez

Granada, 3 de abril de 2015



Te prometo que no era mi intención amarte pero, a veces, las intenciones no mandan. Incluso ahora, que ya lo admito me suena ridículo... 'amarte', 'amarte', 'amarte'. Tampoco era mi intención que en casa me odiaran y no me reconocieran como hijo, que mis amigos me robaran el respeto, que tú dejaras de hablarme, de mirarme.

Sería más fácil negarlo todo y mantener la vida que he llevado hasta ahora. Sería más fácil para vosotros. A mí  me mataría día a día, tendría que cargarme de antidepresivos hasta que, por accidente, unas cuantas pastillas de más se deslizaran por mi garganta y acabaran con todo. De momento esa opción no me apetece. Ya veremos dentro de unos años.

Decírtelo a la cara no fue buena idea, pero eso lo sé ahora. Por eso te escribo esta carta, para  decirte que te quiero de una manera incontrolable, que eres lo primero en lo que pienso al despertarme y lo último, en la noche. Que siento que seamos dos líneas paralelas que jamás podrán unirse. Te gustan las mujeres, siempre lo he sabido. A mí también me gustaban. No creo que vayas a cambiar, pero si algún día lo haces y piensas en mí, llámame. La esperanza es lo último que se pierde, dicen.

Un abrazo,

David
659536343

lunes, 30 de marzo de 2015

Marta Rodríguez

Me llamo Marta Rodríguez y tengo 24 años. No soy puta. No soy yonki. Tampoco me gusta follarme al primero que se me cruza, nunca me gustó. No me parece mal y lo respeto, pero no es mi estilo. Para gustos los colores, ¿no? Nunca me atrajeron las drogas, el alcohol, el sexo sin sentimientos de por medio ni la fiesta descontrolada. Es irónico pero soy una romántica empedernida, una niña buena de manual.  

Hace dos años me diagnosticaron el síndrome de inmunodeficiencia adquirida. No he desarrollado  SIDA, aún no.

¿Cómo te enteraste?

Mi novio venía todos los días después de trabajar a casa. Una tarde vino diferente, con la cara desencajada. Parecía que había estado llorando. Pensé que le pasaba algo. Que le habían echado del trabajo, que se había vuelto a discutir con sus padres. Él tenía 26 y yo 22. Llevábamos juntos desde mis 17. Estuvo muy callado hasta que me lo soltó, sin rodeos: que te he engañado, que lo siento mucho, que eres el amor de mi vida, que hace dos findes me emborraché y me acosté con una chica pero que no la quiero ni nada.

¿Ahí fue cuando te dijo que tenía VIH?

No, él tampoco lo sabía. Yo le quería mucho. Muchísimo. Pero le dejé porque me daba asco. Aunque hubiera querido perdonarle mi cuerpo no le habría dejado. La idea de que me volviera a tocar me daba ganas de vomitar. No podía ni mirarle. Le dije que se fuera y me tiré una semana en cama, borrando cada mensaje que entraba de él en el móvil. Fue muy difícil. Lo expliqué en casa, porque estamos muy unidos, y no se atrevió a volver. Mi padre lo hubiera matado, creo. Y mi madre, seguramente le habría ayudado. [sonríe] Después la infidelidad se convertiría en algo anecdótico. Para mí, el mundo se acababa porque Luis se había acostado con otra… menuda tontería, ¿verdad?

Bueno, tú no sabías nada. Tu primer amor. Es normal. ¿Qué pasó después?

Pasaron quince días y mi padre, que siempre ha sido muy racional, me dijo que debería hacerme unas pruebas. Que seguramente no pasaba nada pero que “si había pasado lo que había pasado”, mejor quedarnos tranquilos. Yo lo hice por ellos, ni me esperaba lo que pasó después. Nosotros utilizamos condón los dos primeros años pero como íbamos muy en serio (el conocía a toda mi familia y pasaba las Navidades con nosotros y pensaba que me casaría con él y tendríamos hijos) me pasé a la píldora. Fui una imbécil. Me arrepiento cada día que pasa.

¿Cómo reaccionaste?

Me quería morir. Me quería morir porque pensaba que me iba a morir. Creía que tener el VIH era igual que tener el SIDA. Los jóvenes sabemos mucho pero a la vez no tenemos ni puta idea de nada. Tuve que ir al psicólogo y al psiquiatra. Estaba fatal. Bueno, aún voy al psicólogo. Normalmente piensas que esto no le ocurre a gente como tú. Que sólo le pasa a putas y a yonkis que comparten jeringuilla.

¿Te costó mucho aceptar lo que te había ocurrido?

Es lo más difícil que he hecho en mi vida. Aún hay días que me levantó y me llevo un chasco cuando pasados unos segundos, lo recuerdo todo. Pensé en matar a Luis. Te lo prometo. Siempre he evitado conflictos, pero hubo un momento en el que le habría matado. Pero, ¿qué habría arreglado? Primero te das cuenta de que estás jodida y luego es peor, porque empiezas a pensar: no voy a poder tener hijos, no podré tener una pareja como la tienen los demás, tengo que avisar de esto cada vez que voy al médico…

¿Cómo reaccionó tu entorno?

Hay gente que se aleja. Es muy fácil hablar pero a la hora de la verdad la gente cree que eres una bomba a punto de explotar. No quieren estar cerca cuando eso ocurra. Nos educan diciendo que no te contagias de cualquier manera, que no pasa nada por beber del mismo vaso que una persona con VIH (a mí ya me lo decían en el cole) pero en la realidad… esto siguen siendo los años 60. 

[cierra los ojos unos segundos antes de seguir]

No les culpo, yo tampoco sabría que hacer… Luego hay amigas a las que les costó pero que siempre han estado ahí y que aprendieron a convivir con esta mierda conmigo. Los primeros años, sólo mis padres me abrazaban de verdad. Creo que el resto contaba los segundos. Es normal.  Un día te das cuenta de que esto no va a desaparecer. Que tienes que apechugar y para adelante. Hacer tu vida. Hay bajones pero intento pensar que soy normal, porque lo soy, ¿no? [sonríe]

¿Tienes pareja?


No. No creo que esté preparada. Todavía es pronto. No tengo ganas de enamorarme y joderle la vida a alguien porque, no nos engañemos, es una putada. No creo en las almas gemelas, y, si las hay, espero que la mía encuentre una melliza antes de conocerme (o que no me conozca directamente).


Pic by Rosana Jones